domingo, 25 de enero de 2009

¡Tocate algo que sepamos todos!

En mi vida hubo un punto de inflexión en lo que respecta a la música. Bueno, en realidad más que punto de inflexión, fue casi como una “singularidad espacio-tiempo” (lean a Hawking para saber de qué hablo). El cambio fue radical, con perdón de la palabra, ya que pasé de Donna Summer a Peter Illych Tchaikovsky, de Queen a Antonio Vivaldi o de Bob Marley a Kiri Te Kanawa por citar sólo algunos ejemplos. En realidad no abandoné a mis primeros “ídolos musicales”, sino que bajaron un escalón en mi lista de preferencias y la música clásica tomó la posta. Todo sucedió alrededor del año 1984 ó 1985, no recuerdo bien, mientras estudiaba en la universidad. Por esos años estuve viviendo en una residencia universitaria católica en la que había más que cama y comida. Teníamos pileta de natación, cancha de papy-fútbol, cancha de paddle, una quinta en San Miguel, biblioteca y entre otras cosas: discoteca. No un boliche bailable sino una colección de discos de música clásica. Esos discos, junto al correspondiente reproductor, estaban en la sala de lectura de diarios. Sucedía que la gente se juntaba allí a leer los diarios (éramos como 150 estudiantes) y alguno que otro que ya era amante de la música clásica a veces escuchaba algo. Fue así como en algún momento coincidí con algunas de esas personas y resultó que lo que escuchaba me pareció agradable, luego un poco mejor, y finalmente yo también elegía la música y “ponía” los discos. No todo pasó inmediatamente. Primero escuchaba cosas del tipo “Vivaldi” como Las cuatro estaciones o conciertos por el estilo. Para decirlo en otras palabras, música para “la gilada”. Lo interesante del asunto es que a medida que pasó el tiempo mi oído fue pidiendo más (se ve que es tan insaciable como mi estómago), cosas más avanzadas en materia musical y entonces comencé a escuchar otro tipo de composiciones tales como sinfonías, de Haendel, de Beethoven, de Dvorak y así cada vez con compositores más “contemporáneos”. Hoy en día disfruto a Mahler o a Shostakovich tanto o más que Vivaldi, por nombrar sólo a algunos. En esos años también comencé a asistir a conciertos en el Teatro Colón ya que la residencia en cuestión nos preveía también de entradas gratis. Escuché durante varios años a las más importantes orquestas y directores de todo el mundo y conocí mucha más música que la que había en la discoteca de la sala de lectura. También por mi cuenta comencé con la ópera y allí encontré varios de los mejores espectáculos que haya visto en toda mi vida. Ya ni recuerdo la cantidad de óperas que vi en el Colón, pero voy a nombrar algunas: Fausto, Aida, Las Bodas de Fígaro, El Barbero de Sevilla, Don Juan, Manon Lescaut, El Holandés Errante, Ascenso y Caída de la Ciudad de Mahagonny, Cavalleria Rusticana, I Pagliaci, El Trovador, etc., etc. Cuando me harté del Colón pasé a la comedia musical y entonces vi Drácula, El Jorobado de París y Las Mil y Una Noches (las tres de Cibrián), Los Miserables, Mamma Mia!, El Rey León y El Fantasma de la Ópera. Las tres últimas en Broadway ¡qué tal! De acuerdo a este prontuario se imaginarán que de cumbia ¡ni hablar!

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