jueves, 10 de junio de 2010

Cubiertos eran los de antes

No me considero miedoso, aunque soy desconfiado y ansioso. Sólo estas dos cosas son más que suficientes como para generar situaciones de stress cuando uno tiene que subirse a un avión.

En mi caso sin duda lo son, sobre todo lo fueron en la primera vez. Ahora, con varios vuelos en mi haber, el nivel de ansiedad es mínimo y miedo no tengo.
La primera vez fue en la era del "1 a 1" (¿se acuerdan de esa época?) y gracias a un amigo que me dijo:

- "¿Vamos a Europa?"
- "Bueno...",  le dije. Y allí fuimos.

Claro que no fue tan fácil la decisión. Tuve que hacer algunas cuentas... la plata no estaba toda a la vista. Luego, pedir permiso en el trabajo y organizar el viaje. No iría a ningún lugar sin antes un mínimo de organización. Para los que no me conocen, les comento que ese mínimo de planeamiento, comparándolo con la media de planes que hace el común de la gente, se parece más a la administración de un proyecto de la NASA que a una lista de cosas para llevar en la valija (lista que también fue confeccionada con riguroso detalle).

Mi bautismo en la aviación fue allá por los primeros días de Octubre de 1995. La verdad, no recuerdo el día exacto. Creo que tampoco importa.
Salimos de Ezeiza con rumbo a Madrid.
En este viaje de ida tuvimos la suerte de que nos asignaran los asientos que están junto a la salida de emergencia, sobre una de las alas del avión. Por un lado, eso fue un pequeño aporte de calma a mi ansiedad para el hipotético caso de que tuviera que salir por allí durante una emergencia. Pero lo más tangible y disfrutable, fue que teníamos como 2 metros de espacio hacia adelante para estirar las piernas, cosa que no podía hacer ninguno de los otros pasajeros de clase turista, salvo los que estaban sobre la (¿o el?) otra ala.

Recuerdo que el vuelo partía a la tarde y llegaba a la mañana siguiente muy temprano a Madrid. Como íbamos en contra de la luz, oscureció bastante rápido y nos dieron de cenar, así los que quisieran dormir lo hacían sin muchas demoras. De paso, ahorraban luz y las azafatas también se iban a dormir.

En esa época libre de los peligros del terrorismo, la vajilla y los cubiertos eran de verdad: de loza y de acero. Así que la cenar en un asiento de clase turista era un poco más incómodo que ahora porque había que manejar más peso en el reducido espacio de la bandeja. En mi caso, clasificable como tipo "cielorraso de arpillera" (panza por todos lados), la tarea de alimentarme se complica un poco más. Igual nunca he dejado de comer nada que se pudiera masticar del contenido de las bandejas de los aviones.

Lo otro que complica comer en un avión es que el avión está en el aire, y aunque uno no quiera, él hace uso de todo su derecho a moverse. La tradición marca que en el momento que te están por entregar tu bandeja, aparece la turbulencia y entonces puede pasar alguna de dos cosas: que la azafata dé media vuelta y te deje sin comer o que si ya te la ha entregado, igual pegue media vuelta y te deje a vos con la tarea de hacer equilibrio y comerte y beberte todo en 17 segundos para que los ravioles a la boloñesa no terminen sobre tus piernas (o tu cabeza si la turbulencia es grande).

Volviendo a la ansiedad y a los pequeños mieditos (recuerden que yo no los tengo a estos últimos, ja ja), la primera vez en un avión los ojos se dilatan hasta parecer huevos fritos y las orejas dos radares. Nada de lo que se ve o se oye es normal en tierra. Claro, es un avión. No obstante eso, todo lo que se ve y se oye es motivo de duda y a los pocos minutos de despegar ya tenés hasta el culo lleno de preguntas... (¿no es fino?).

Así me pasó en mi primer vuelo. Pero por fortuna no sólo llegamos sanos y salvos, sino que terminó siendo muy divertido: casi vomito, pero no por turbulencia sino de la risa...
Estábamos cenando con una casi milagrosa ausencia de turbulencia apreciable, cuando en un momento que levanto mi cabeza para estirar el cuello y dejar bajar un bodoque de lo que estaba masticando, escucho un ruido muy seco y fuerte a mi derecha, sobre el ala del avión, pero que parecía provenir del interior de la cabina, no del ala. Eso me sobresaltó bastante. No había sido un ruido normal. El bolo alimenticio bajó derecho al estómago sin que me diera cuenta.

Pocos milisegundos después del primer golpe (sí, hubo otro), veo algo que pasa delante de mis ojos a velocidad supersónica y emitiendo cierto brillo, o al menos eso me pareció en esa fracción de segundo.

Inmediatamente escucho el segundo ruido, casi tan fuerte como el primero, pero esta vez proveniente del lado izquierdo, justo en la pared de un conjunto de baños ubicados en el centro de la, -a esta altura de los acontecimientos- maldita aeronave. Si había alguien dentro de alguno de los baños haciendo lo primero, seguro que se hizo lo segundo encima. Yo terminé la digestión de la cena (que aún no había comido completamente) justo en ese instante.

Lo que creí ver en la fracción de tiempo siguiente fue algo que pasó por sobre mi cabeza y se dirigía hacia atrás, sin saber exactamente a dónde fue a parar.

Casi a punto de completar el ciclo alimenticio, y hacer lo segundo allí mismo, sin ir al baño, giré mi cabeza hacia mi derecha y pregunté:

- “Gervasio… ¿qué fue eso?” (el nombre no es real, para proteger la identidad del “delincuente”).
- “¡Callate! ¡Callate!”, me dijo, tratando de esconderse adentro del paquete de 20 gramos de manteca.
- “Pero ¿no viste ni oíste nada?... Algo se rompió…”

Ya en ese momento mi compañero de viaje estaba revolcándose en su asiento, en un ataque incontenible de risa. Yo lo miraba como diciendo ¿habré elegido el mismo menú que él?
Pasaron varios minutos hasta que Carlos (no, dije que era Gervasio, bueno es lo mismo) pudo hablar y contarme. Yo, como el avión no había comenzado a caer, deduje que no había sido grave y seguí comiendo.

Él no quería que los “ponjas” sentados detrás se avivaran de lo que había pasado y por qué había sucedido. Yo no entendía nada, y menos cómo no se iban a enterar con el estruendo que había generado.

Al final, cuando todo se calmó, me pidió mi cuchara para comer el postre.

- “¿Y tu cuchara dónde está? ¿No te dieron una?”, le pregunté.
- “No sé dónde fue a parar…”, respondió entre risas.

Cuando nos animamos, nos paramos como haciendo que queríamos estirar las piernas y verificamos que la misma no estaba incrustada entre los ojos del que estaba sentado detrás de mí. Gracias a Dios, no. Creo que el ponja era sordo…

La cuchara había salido de las manos de Alberto (bueno, el mismo que antes pero con otro nombre para seguir despistando) como consecuencia de una combinación de apuro, hambre, ansiedad, nerviosismo y lisa y llana brutalidad manual…
Con una aceleración que ninguno de los dos comprendió nunca, la cuchara salió hacia nuestra derecha, golpeó el lateral de la cabina, rebotó como tres metros pasando por delante de mi cabeza pero con cierta inclinación, como alejándose de mí, golpeó por segunda vez en la pared de la izquierda (al centro del avión, en realidad), rebotó nuevamente y sin perder demasiada altura pasó (en dirección francamente descendente) por arriba de mí aterrizando aún no sabemos dónde.

Ustedes dirán: una cuchara de postre no puede hacer tanto escándalo. Nosotros tampoco lo entendemos, pero les puedo asegurar que se escuchó como si el avión se estuviera rajando en cuatro partes. Y aún siendo menos importante de lo que pude haber percibido en ese momento, les puedo asegurar que siendo mi vuelo inaugural fue suficiente para no olvidarme nunca de esta anécdota aeronáutica.

§

No hay comentarios:

Publicar un comentario